La fotografía de este bello cisne se tomó en un estudio próximo a la Royal Academy of Dancing, allá por el año 1943, mientras las bombas alemanas caían sobre Londres.
En la Academia contaban con un refugio al que llevaban a los jóvenes bailarines cada vez que sonaban las sirenas antiaéreas.
Y allí agrupados, los aspirantes a formar parte algún día del elenco del ballet El Lago de los Cisnes, iban aprendiendo lecciones paralelas sobre valor, disciplina y paciencia con las que combatir el miedo; miedo a las bombas, miedo a la muerte, miedo escénico.
Pero entre todos los cisnes de esa camada, la más experta en combate, y por lo tanto la más idónea para interpretar el doble personaje de Odette, el cisne blanco, y Odile, el cisne negro, era una pequeña criatura de ascendencia Celta y Mediterránea llamada Adelaida, a la que todos conocían por Laly.
Aquella exótica alumna de porte erguido y elegante, de fuertes piernas, cuello largo y ojos rasgados contaba con el beneplácito de sus maestros. Algo intangible en ella superaba con creces la flema británica, e incluso la técnica de sus compañeras; poseía carácter, un carácter forjado en su más tierna infancia bajo otras bombas durante una cruenta guerra fratricida en su país de origen.
Años más tarde, cuando dejó de derramarse tanta sangre, sudor y lágrimas sobre Gran Bretaña, el corazón de Laly sufrió una mutación de cisne a colibrí, se agrandó hasta no caber en su pecho. Durante décadas, ya como maestra de baile, derrotó una y otra vez a todas las crisis cardiacas que la acechaban con las armas secretas de Odile, su cisne negro.
Y con ese poder que le otorgaron sus dones, mi bello y amado cisne blanco, mi preciosa madre, llegó a cumplir 90 años este verano, convertida por completo en un fascinante y alegre colibrí.
Aunque El Lago de los Cisnes es crucial en la trayectoria de una bailarina clásica, su mejor interpretación, y la que hacía saltar las lágrimas a cualquiera que la contemplase, fue sin duda La Muerte del Cisne, pieza de ballet con coreografía de Fokine y música de Saint-Saëns.
Finalmente despojada ya de su disfraz de colibrí, su alma vuelve hoy a transmigrar hacia una dimensión desconocida, lejos, muy lejos del escenario de la vida.
Dicen que venimos al mundo con un libro al que le falta la primera y última página.
Confío que allá lejos, en esa última página no mueran los cisnes y ya no pueda escucharse la triste melodía de Saint-Saëns.
Para aquellas afortunadas personas que conocisteis y amasteis a mi maravillosa madre os prevengo: no oséis escuchar esa pieza del compositor francés; porque de hacerlo, no podréis parar de llorar.
En cuanto a mí, hoy comienza la cuarta y última parte del libro de mi vida, y lo único que puedo destacar es una página en blanco.